SINOPSIS:
Dinero, sangre, patrullas, indigentes, putas, balas, borrachos, uniformes, noches, sexo, escándalos, guerrilla, pandillas, bazuco, fieros, travestís, bolillo, muerte, soborno, héroes, ladrones, puñal, a discreción, firmes, vista a la izquier...
Dinero, sangre, patrullas, indigentes, putas, balas, borrachos, uniformes, noches, sexo, escándalos, guerrilla, pandillas, bazuco, fieros, travestís, bolillo, muerte, soborno, héroes, ladrones, puñal, a discreción, firmes, vista a la izquier...
Mi nombre es Andrés Acosta, fui integrante de la
Policía Nacional de Colombia por más de una década. Durante mi permanencia en
la institución siempre, en el fondo, supe que tarde o temprano me apartaría de
las filas sin obtener la pensión. Escribí este libro por dos razones, la
primera de ellas, poder representar, aunque sea en una pequeña parte, el diario
vivir de los policías y su rol en la sociedad, y la segunda, demostrar que, en
un país en donde no hay buenos ciudadanos, jamás podrá haber buenos policías.
[Fuente:
contraportada libro impreso]
Memorias de
un tombo colombiano raso
Andrés
Acosta, patrullero y luego subintendente de la Policía Nacional, se lanzó al
agua como escritor y estrenó su libro ‘Detrás de la placa’ en la Feria del
Libro.
"DIOS
Y PATRIA. Dios no existe y de la patria queda poco". Las primeras líneas
del manuscrito le volaron la cabeza a Francisco Toquica. Había recibido ese día
un documento de más de 200 páginas con las extrañas memorias de un tal Andrés
Acosta. "Pablo Escobar pagaba un millón de pesos por nuestras cabezas. Los
sicarios bautizaron un tipo de pistola a nuestro nombre: la matapolicías. Un
grupo de punk nos escribió una canción: Policía de mierda. Los
guerrilleros crearon una macabra estrategia en nuestra contra: el plan pistola.
Los universitarios nos llamaban cerdos y proclamaban: 'Estudia, no seas
policía'".
Acosta,
un ex patrullero y suboficial retirado de la Policía Nacional, había llevado a
sus manos un minucioso testimonio, escrito por él mismo, donde narraba los
complejos detalles de sus más de diez años en la institución. "Si cometí
errores durante mi labor, quiero aquí disculparme con quienes se vieron
afectados por ello. Incluso con usted, querido lector, que pagó mi sueldo con
sus impuestos".
Nadie
había querido untarse las manos con ese duro y honesto relato de la vida de un
tombo raso en Colombia: unos por desinterés, otros por miedo a las represalias
legales. ¿Un texto que confirmaba abiertamente las sospechas de sobornos, de
turbios procedimientos de captura, que habla de roscas internas y manejos poco
éticos dentro la Policía Nacional? "No, gracias", "Nosotros lo llamamos",
"No estamos interesados"… Así, después de varios rechazos y con el
espaldarazo de Toquica, el retirado patrullero Acosta trabajó de la mano del
equipo de Cain Press, una pequeña editorial independiente colombiana, con la
firme aspiración de publicar su libro.
"Yo
llegué, lo atendí y me fritó el personaje. ¿Un policía escritor que llega a la
entrevista, saca un Kindle y me dice que lee 'de todo menos autoayuda'? Brutal.
Empecé a pensar 'jueputa, este man quién es'. Me lo leí y ahí mismo empezamos a
trabajarle". Dos años más tarde y tras un arduo proceso de edición
acompañado por María Francisca Sanín, el testimonio del viejo patrullero Acosta
Romero fue publicado bajo el título Detrás de la placa.
Conocemos
bien la cara pública de la Policía Nacional. Los hemos denunciado, hemos alzado
la voz contra sus enormes problemas de corrupción, los escándalos por abuso de
fuerza. Hemos visto cómo cargan con droga a los mechudos, las pirámides y los
favores mutuos, las redes de prostitución, la Comunidad del Anillo. Podríamos
seguir contando. Pero esta es la otra cara: la de los individuos, los agentes
singulares que, bajo presiones, órdenes, jerarquías y necesidades básicas —que
no siempre pueden ser saciadas con sus difíciles sueldos—, son capaces de
mandar la moral al carajo. Un vistazo a la trasescena más humana a través de
los ojos de un agente que no es bobo, que no le come del todo a las reglas de
la institución.
La
intención de Acosta Romero, como expone en la introducción, es sencilla:
retratar la vida cotidiana de los policías a través de su propio testimonio.
Dar un vistazo a eso que se cuece detrás de los bolillos, los partes y los
uniformes verde neón. En seis capítulos que corresponden a las seis ciudades y
municipios por los cuales fue trasladado en sus años de servicio
(Villavicencio, Soacha, Gachalá, Chía, unos días en el aeropuerto de Guaymaral
y, finalmente, Melbourne, Australia), Acosta reconstruye sus memorias en la
Fuerza Pública de la que, como él mismo lo presagiaba, se fue sin conseguir la
jugosa pensión. "La siguiente es tan solo una historia de las más de
186.000 que existen en esa institución, la de los tombos".
El
libro abre con el primer encuentro de Acosta con la policía en Villavo. A los
diecinueve años, mientras escuchaba Illya Kuryaki and the Valderramas en su
walkman, un par de agentes lo pararon a pedirle papeles. Vino una extensa
requisa, un "¿Dónde tiene la marihuana?" y un regaño por usar
pantalones camuflados que le valieron largas horas en la estación de policía. Entonces,
el presagio. Justo cuando creía que lo suyo era un negocio de comidas rápidas,
su mamá había realizado todos los trámites y llenado los formularios necesarios
para incorporarlo en la Fuerza Pública: "Lo único que tiene que hacer es
ponerle su firma y su huella". Y sí, se graduó, juró lealtad a la patria,
besó la bandera y lo trasladaron a Soacha… "Soacha, pueblo maldito".
Entre
amores con meseras y vírgenes policías de escuela, capturas complicadas,
suicidios en el Salto del Tequendama, disparos, frío, parcería con sus
compañeros de turno, noches difíciles, atracadores violentos, jíbaros, favores
y traslados indeseados, Acosta elabora un elocuente anecdotario del día a día
en el eslabón más débil del burocratizado e intrincado sistema policial.
Su
mirada cercana, esa de un amigo que le cuenta a uno chismes con confianza y
serenidad, revela el lado más humano de los jóvenes uniformados: la culpa que
se llevan a la casa cuando un caso sale mal, los uniformes entallados y la
gomina firme para levantar mujeres, las familias que no están, los pequeños
desarraigos en cada uno de sus traslados voluntarios u obligatorios. Sí, las
tripas emocionales que muchos se niegan a ver más allá del 'cerdo', del 'tombo
hijueputa', del 'malparido asesino'; las fibras más sensibles que tejen la
carne de cañón de la autoridad.
Por
el patrullero Acosta nos asomamos al amplio catálogo de casos impunes en los
territorios vulnerables, como el asesinato de un anónimo vendedor de pescado en
el barrio Ducales, los mierderos para procesar y capturar a unos niños
atracadores, los jíbaros que negocian territorios sin intervención policial por
información y protección.
En
últimas, la supervivencia diaria de quienes son obligados a brindarle el pecho
a la muerte. Como si el libro gritara en cada página que hay corazones que
palpitan y se crispan cada vez que toca salir a atender un caso, que los tombos
también fuman y follan, que les da tusa, que escuchan Radiohead y Smashing
Pumpkins, que necesitan plata para mandar a la casa, que también pueden leer a
Poe y gozárselo en el catre de un CAI. "Morimos importándole solo a
nuestras familias. Ponemos el pecho mientras altos oficiales y dirigentes
políticos engordan sus barrigas y bolsillos con dineros mal habidos. Éramos los
bobos del paseo. La pieza más barata de la estrategia militar del
Presidente".
Pero
la voz del patrullero Acosta, que se modula entre picos de emoción y un poco de
pudor cuando sabe que la cagó, no solo es un ameno relato de vida sino una
contundente denuncia. Se cuelan escenas de la mala preparación de los
patrulleros, de los negocios sucios entre micro traficantes y oficiales, de
intercambios de favores entre los agentes y los altos mandos. Todo en un marco
de descripciones juiciosas, escenas casi cinematográficas y honestas exploraciones
narrativas con el objetivo de demostrar, en sus palabras, que "en un país
en donde no hay buenos ciudadanos, jamás podrá haber buenos policías". En
palabras de Crudo Means Raw: todos tienen que comer.
Y claro, una
sociedad del favor por favor, el ojo por ojo y la rabia desbordada —por la
autoridad y por el otro— no puede esperar un pie de fuerza sonriente y
saludable. De la tomba que presenta Detrás de la placa, aplastada
por políticos corruptos, generales que bailan por plata, ciudadanos violentos y
turbias presiones e incentivos, no puede nacer el amor (aunque a veces nazca):
"¡A la guerra! Exclamaba el pueblo desde la comodidad de sus camas y
escritorios. Pero claro, alguien tenía que hacer el trabajo sucio. Para mí todo
esto era un harakiri y temía terminar siendo un dizque 'héroe' de Colombia, a
los que despiden en un ataúd cubierto con la bandera del país, con los sonidos
de la banda de la paz y un minuto de silencio que en realidad no se cumple
porque es interrumpido por los llantos de las madres".