A Julio César González ya
casi nadie lo llama por su nombre. Le dicen Matador, en la casa y en la calle,
como el personaje de Los Fabulosos Cadillacs: “Me dicen el Matador, nací en
barracas / Si hablamos de matar, mis palabras matan”. De esa canción, que usa
de timbre en el celular, nació el seudónimo con el que firma sus “mamarrachos”,
como les dice a los dibujos que lo han convertido en uno de los caricaturistas
más agudos y leídos del país. Pero a Matador no le gusta comerse el cuento de
la fama. “Yo me considero muy afortunado. ¿Pagarle a uno por mamar gallo y
hacer lo que le gusta? Eso no lo tiene cualquiera”. Y remata: “Como Enrique
Peñalosa me dijo algún día: ‘Usted vive muy bien, hermano, gana sueldo de Bogotá
y vive en Pereira’”.
Matador no cambia la
capital de Risaralda por nada. Allí nació hace 45 años y desde entonces solo se
ha ido para recibir premios o dictar conferencias en otras ciudades. Sin duda,
los mamarrachos que publica a diario en El Tiempo y mensualmente en SoHo lo han
ayudado a cotizarse, y hoy son un referente obligado para todo el que quiera
comprender y reírse a la vez de “esta tragicomedia colombiana”. No espera que
sus caricaturas tumben ministros, como sucedía hace 40 años, pero sí que transmitan
un mensaje. “Mejor dicho, que la gente se cague de la risa y entienda un
poquito la realidad”.
Publicista de profesión, el
dibujo, que no era más que un hobby, se volvió su trabajo de tiempo completo.
Por eso se lo goza tanto. “Yo creo que no he dejado de dibujar como un
peladito”, admite. Los trazos, sin embargo, son lo de menos. “Un dibujo feo con
una muy buena idea se salva. En cambio, uno bonito con un chiste malo, no. Yo a
usted puedo darle clase, pero no puedo instalarle el chip del humor. Hay
personas que lo tienen y otras que no”. Él, que evidentemente no necesita
esforzarse, se demora unos cuatro minutos pintando una caricatura. Lo hace con
un micropunta negro sobre hojas de papel esmaltado, tamaño carta, que luego
escanea (para que ese material no se quede en los cajones, su esposa,
Alejandra, lo organiza y manda a empastar. Ya lleva 31 tomos). En el computador
Matador arregla algunos detalles, les pone las sombras a las figuras y ubica
los globitos, titula y envía por correo antes de las 3 y 30 de la tarde. Eso no
le quita más de 15 minutos, lo importante es tener la idea.
“El bagaje se adquiere con
los años y la lectura –explica–. Entender la política no es tan difícil, porque
se trata de entender las pasiones del ser humano. Eso es exactamente lo que
pasa con Álvaro Uribe y su lucha por el poder. A uno le parece increíble que se
meta en ese berenjenal de volver al Congreso, pero como el hombre es un
ególatra, si sale de escena, desaparece”. Uribe es un personaje tan recurrente
que Matador ya lo dibuja a ojo cerrado. Juan Manuel Santos le costó algo de
trabajo al principio, pero “ahora sí da más papaya”. El único que todavía le da
duro, “por lo seco e inexpresivo”, es Germán Vargas Lleras.
Encontrarles a los
personajes su lado débil no es difícil. Basta con bajarlos del pedestal. “El
problema es que la prensa deforma mucho la realidad y engrandece a sus
protagonistas, cuando Uribe, en verdad, es un loquito bajito en Crocs –añade–.
Que tenga poder, a mí me tiene sin cuidado. Para eso está el humor, para
trasgredir el culto a la personalidad y burlarse de esos tipos allá arriba, así
les importe un culo”. Cada vez que se sienta a hacer una caricatura, Matador
intenta ponerse en los zapatos de la gente normal, “de los que no tienen los
medios para criticar los estamentos de poder”, quizá porque él también fue un
desconocido alguna vez.
Al terminar el colegio,
Julio César se fue a estudiar Publicidad a Manizales. “Pero yo no hacía sino
rumbear y al cuarto semestre ya me había tirado la universidad. Me acuerdo que
me llevé mi mesa de dibujo y solo regresé con el colchón”. En Pereira le tocó
manejar taxi por tres meses hasta que consiguió un puesto en una agencia. Así
pudo pagarse la carrera nocturna en la Andina. Nunca abandonó la caricatura.
Publicó la primera, un Cristo a punto de caerse de la cruz por los picoteos de
un pájaro carpintero, en el periódico de humor El fuete, en 1984. Hizo otro par
en la gaceta de cine de la caja de compensación Comfamiliar y finalmente se dio
a conocer en la región en El diario del Otún, donde trabajaba como creativo
montando avisos.
Hernán Sansone, su jefe de
entonces, le dio la oportunidad después de que renunció Mheo, el caricaturista
del periódico. “El gerente me pidió que buscara un reemplazo y cuando bajé
desesperado, Julio César me dijo que él dibujaba. Me mostró unos ejemplos y me
gustaron. Primero, por la línea y el grado de representación de los personajes,
y segundo, porque tenía un humor muy desenfadado. Además yo ya lo había visto
hacer chistes internos y me parecía buenísimo”, recuerda Sansone. Al principio
firmaba con sus iniciales, JC, “pero eso no decía nada”. Matador, en cambio,
tenía fuerza y lo diferenciaba del resto.
Más adelante lo llamaron de
La Tarde y en 2003 dio el salto a El Tiempo gracias a Daniel Samper Pizano.
“Matador era uno de varios caricaturistas que me enviaban sus trabajos con la
esperanza de que les allanara el camino a las páginas de ‘El Tiempo’. Me
encantaron la originalidad del dibujo, la profusión con que me mandaba buenos
monos y el atrevimiento que demostraba. Fue así como lo recomendé ante la
dirección del periódico y empezó a publicar allí –cuenta Samper Pizano–.
Después me ocupe de su educación, de enseñarle la diferencia entre el bien y el
mal y de frenar los impulsos escatológicos de sus dibujos. Más tarde ha sido
pareja de hecho en mis libros de humor y en las columnas de ‘Carrusel’. Se lo
cambié a mi hijo por un kilo de mandarinas y desde entonces publica también en
‘SoHo’. No tengo duda de que es el más talentoso humorista gráfico de Colombia
o, por lo menos, de las riberas del Otún”.
Hoy Matador dice que puede
vivir tranquilamente de su hobby. Su rutina tampoco tiene afanes: todas las
mañanas acompaña a su hija Sara, de 12 años, al paradero, y luego lee prensa.
Rara vez escucha radio o ve noticieros de televisión. Prefiere la información
un poco más reposada y siempre va anotando ideas en una libreta. A veces se
queda trabajando en la casa y otras, va a su oficina en el piso 17 del edificio
más alto de Pereira. Allí, sobre una pared, tiene pegadas una foto de su hija
–ahora tendrá que sumar la de Mateo, quien acaba de nacer– y tres de Roberto
Fontanarrosa, su ídolo máximo.
Cuando niño, Julio César
diseñaba muñecos con los retazos de cuero que caían de la mesa de trabajo de
sus papás, dueños de un almacén de zapatos. “Yo dibujaba y recortaba los moldes.
Como no teníamos juguetes finos, entretenerse salía muy barato”, cuenta. Se la
pasaba llenando de figuritas los cuadernos del colegio y a cada rato escuchaba
el típico “deje de estar huevoniando, coja oficio”. Solo tuvo claro qué quería
ser cuando leyó, a los 8 años, una breve biografía del rosarino Fontanarrosa en
La enciclopedia del humor, un libro que encontró en la casa de uno de sus
amigos de infancia.
Por suerte Julio César no
se desvió del camino y terminó convertido en Matador. Su biografía ahora es
parecida a la de su ídolo, pues igual que él se autodefine primero como
habitante de su ciudad y luego como publicista y caricaturista, e incluye un
premio Simón Bolívar y un CPB. “Yo no me creo más o menos porque salga en los
diarios. De hecho, me siento más cómodo cuando me dicen: ‘Ah, usted es el papá
de Sara’. Llegará el día en que no me publiquen y listo. No hay que darle tanta
trascendencia, porque como en la política, uno está interpretando un papel. El
problema es cuando uno se lo cree”. Matador, al igual que sus mamarrachos, es
solo un personaje más.
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