SINOPSIS:
PRESENTACIÓN
Si hay algo que vuele lejos en el mundo
es la palabra. Literalmente vuela, porque el sonido que lanzamos al viento se
monta en el aire y va de mi boca al oído tuyo, donde se cuela misteriosamente
para tocar otros miles de palabras que duermen en tu cerebro vistiendo
pensamientos, adornando recuerdos, descifrando olores y sabores, tacto,
deseos... Luego tomas ese pájaro inquieto que movió emociones, que despertó
otras palabras dormidas en la profunda intimidad y vuelves a reconstruir mi
palabra para enviarla con la tuya al viento, rumbo a otro corazón y a otro
oído.
Así funciona esa magia humana que más
tarde se convierte en cartas que viajan en avión y en barco, a través de todas
esas ondas raras que hacen que funcione el correo electrónico, el telégrafo o
el fax. Y a veces no son cartas sino libros que una vez escritos quedan libres
como mariposas, liberados de la esclavitud de quien los hizo, y van de mano en
mano diciendo a cada quien cosas diversas, alimentando vidas, alivianando
silencios, ocupando ratos muertos. Así son los libros, siempre movidos por el
viento que los lleva de un lugar a otro sin planes precisos, sin destino fijo.
Semejante maravilla sólo puede surgir de
una especie que es capaz de leer y escribir y de ese modo conserva la memoria
de los siglos, comparte sueños y construye mundos. Por eso no hay nadie tan
importante en la vida de un ser humano como el maestro o la maestra que enseñó
el arte y el gusto de leer y escribir, porque a través de esta labor libera del
silencio a sus alumnos.
No es otro el significado de este nuevo
libro que se lanza al viento para inspirar a quienes han asumido semejante
tarea como primordial sentido de su vida.
Me han pedido introducir esta obra donde
se compendian textos que sin duda servirán de inspiración a tantos educadores
consagrados y, desde mi propio ejercicio de maestro, he querido ofrecer un
aparte de un libro que escribí hace poco, después de haber trajinado por
diversas partes del mundo pensando en ese alimento primordial de los humanos
que es la cultura, es decir, aquello que le da significado colectivo a la
comunidad humana.
Qué fue primero: ¿la gallina o el huevo?
Es claro que primero tuvo que aparecer la
escritura porque de otro modo no habría habido nada que leer. Inclusive
teniendo en cuenta que leer es algo más que descifrar secuencias de letras y sintaxis
lingüísticas. Además, desde hace más de cinco mil años existen abundantes
textos escritos en Egipto, Mesopotamia, Creta y China y sin embargo es seguro
que eran más los que sabían escribir que los que podían leer. También se puede
decir lo mismo de todo el mundo mediterráneo durante la Edad Media... En fin,
dejando de lado a los escribientes, escribas o escribanos que seguramente eran
capaces de leer sus propios textos, muy pocos tenían la posibilidad de
descifrar jeroglíficos, tablillas cuneiformes o ideogramas.
Desde que la escritura fonética irrumpió
en la historia humana, la mayoría de las personas entienden la lectura como el
ejercicio de asignar sonidos a los signos y luego convertirlos de nuevo en
lenguaje oral, así sea en ese proceso tan misterioso como complejo que es la
lectura silenciosa a la cual dedican tanta parte de su vida las personas en
este mundo actual, infestado de textos de todas clases, tamaños y funciones.
Sin embargo, es importante en el mundo contemporáneo tomar conciencia de que la
lectura es mucho más que esto, dado que ahora hay una gran variedad de nuevas
formas de escritura. Y esta reflexión tiene una especial validez para quienes
se ocupan de la educación, pues todavía las instituciones escolares siguen
pensando que para leer con eficacia es suficiente descifrar el abecedario.
En el mundo de hoy siempre se está
leyendo desde que se despierta en la mañana hasta que se vuelve a dormir. La
mayoría de los textos son lacónicos, inexpresivos en su contenido y exuberantes
en su forma. Se entra a la tienda o al supermercado y aparece la inmensa
variedad de productos, cada uno con un nombre simple y directo como arroz, sal
o lenteja, escrito sobre la caja o la bolsa en la que viene empacado, y casi
siempre una palabra que no tiene nada que ver con lo que se quiere comprar
porque es una marca como Manuelita, Roa, El Rey, Alpina, o, peor aún, palabras
de otros mundos y otras lenguas (Parmalat, Nestlé, Quaker) que sustituyen el
valor de leche, azúcar, pimienta, maíz... Entonces no se comprará el producto
directamente del bulto, como hacían las abuelas en la plaza de mercado, sino el
color y el nombre de la caja. Y más allá se encontrarán otras palabras con
valor universal como Coca-Cola.
Se va al trabajo y se debe leer la ruta
del bus, el nombre o el número de la calle por donde se pasa, los signos de
tránsito que dan vía o prohíben el paso. Tal vez se entre a un café, a un
restaurante, a un banco o a una papelería y en cada sitio habrá textos por
todas partes: unos con luces que proclaman el nombre del lugar, otros sobre las
paredes publicitando productos, haciendo advertencias o confundiendo; por otro
lado habrá formularios que llenar, menús en los cuales elegir, pantallas de
computadora con las cuales se hacen transacciones...
Por todas partes hay pequeñas palabras,
mensajes inconexos, dibujos y nombres sin significados que es necesario asociar
con cosas que sí tienen significado. Este es el verdadero trabajo del lector
cotidiano: saber orientarse a través de una selva intrincada de signos que lo
persiguen y lo invaden y que puede no entender pero de los cuales no puede
escapar.
Pero quien no puede leer porque no sabe,
o porque sus ojos no se lo permiten, está terriblemente desvalido para sortear
con éxito sus horas de trabajo o de ocio en los laberintos urbanos. Igual le
sucede a quien está en una ciudad o un país extraño donde además de no conocer
el idioma, tampoco sabe leer un mapa u orientarse por los signos dispuestos en
las paredes. Es necesario saber leer los horarios de aviones y trenes y
relacionarlos con una lógica de operación de estos monstruos que pueden
llevarse a alguien al lugar más inesperado sin que siquiera logre darse cuenta.
Quienes se internan en el desierto, en la
selva, en las montañas o en las inmensas llanuras despobladas de la tierra
saben que también allí existen lenguajes sin los cuales se estará en un peligro
mucho mayor que el del analfabeta en la ciudad. La naturaleza tiene sus signos
y sus escrituras. Con ellas se anuncia el clima, la existencia de alimentos, el
peligro de fieras, la proximidad de la tormenta. De ese lenguaje saben quienes
han nacido y crecido en el campo y distinguen el canto de los pájaros y el
rumbo de las nubes.
A su vez, hay lenguajes y signos
característicos de diversos sitios: la escuela tiene el suyo, lo tienen también
la fábrica, la discoteca, el balneario, el cuartel, el convento, el cementerio,
el restaurante, el hotel, la estación de buses. En todos estos lugares
confluyen letras, palabras, graffitis, pantallas electrónicas, avisos en las
paredes, anuncios luminosos, objetos marcados que deben ser debidamente leídos
e identificados: se irá, por ejemplo, a ver la película Aliens a la sala de
cine número 3 en el Centro Comercial Santa Lucrecia, en el asiento 4 de la fila
6 en la función de las 9:30. Y, claro, todos estos lugares tienen que ser
leídos para poder ser usados y habitados.
En otras palabras, leer no es más que una
forma humana de habitar el mundo, sobretodo un mundo sobre el cual se pueda
tener un mínimo grado de control. Y, por supuesto, leer es mucho más que
descifrar mecánicamente unos signos, pues lo que importa en realidad no es cómo
suenan, sino lo que esos pequeños dibujos pueden desencadenar en nuestro
cerebro y en nuestros sentimientos, moviendo pensamientos y orientando nuestras
acciones. Si se piensa con cuidado es fácil darse cuenta de que buena parte de
las actuaciones de las personas, de lo que hacen y dejan de hacer, está
dirigido por los textos que leen, especialmente de aquellos que sugieren, indican
y convencen mediante mecanismos de persuasión lacónicos y eficaces.
Se gasta mucho tiempo enseñando a los
niños pequeños a unir letras y palabras que ellos no comprenden ni necesitan,
mientras se olvida que su lectura real es otra y que desde que nacen están en
contacto con un mundo físico y humano que deben descifrar continuamente como
parte de su aprendizaje esencial de supervivencia. Pero también sus gustos, sus
deseos y sus placeres comienzan a estar asociados desde muy pronto con palabras
especiales como Coca-Cola cuyo significado, forma, sabor y contenido no tienen
que ver con el desciframiento alfabético de la ce con la o, la ce con la a,
etc., sino con un significado global que involucra un tipo de letra, un gusto,
una alegría de vivir, una música, un color... porque todo eso es Coca-Cola que
escrita de otro modo no significa lo mismo.
Por eso su forma se traslada a otras
caligrafías de manera mágica para conservar el significado primordial que
traspasa barreras culturales, históricas y lingüísticas. En Beira, la segunda
ciudad de Mozambique, hay un gran monumento de cemento en una glorieta
vehicular de un lugar céntrico que representa una botella de Coca-Cola de más
de tres metros. ¡Como si se tratara de un prócer!
Uniendo un tipo particular de grafismos,
unos colores, la forma de una botella y un nombre que no corresponde a ningún
idioma es posible saber que cierta cosa se lee cocacola sin importar si está
escrito en caracteres chinos, árabes, japoneses, hebreos o cirílicos. De esta
misma forma universal que une colores, usos, deseos y palabras aprenden los
niños desde muy pequeños a leer gran parte del mundo de signos que los rodea,
asociando sonidos y sabores, canciones y juguetes, marcas y prestigio. La
lectura significativa temprana, que es esta de la cual se está hablando ahora,
está profundamente ligada al mundo del consumo, de la fabricación de
necesidades, de la domesticación inicial de los deseos y los gustos*. Esta es
la lectura inicial que mueve compulsivamente a la acción, porque genera la
necesidad de comprar, de tener, de consumir desde la primera infancia.
Este inmenso mundo de signos escritos,
que invaden todos los lugares de las ciudades y avanzan cada vez más hacia los
campos, produce lectores inmediatos, espontáneos, que no requieren haber ido a
la escuela para saber descifrar el nombre del deseo que se escribe en cada
producto y en cada aviso publicitario. Se puede ser analfabeto en el sentido
convencional y ‘leer’ sin titubeos el nombre de la leche, la marca de la
bicicleta, distinguir si un televisor es Sony o Samsung... Basta sólo un poco
de tiempo bajo la influencia visual de las vallas publicitarias, los empaques
de productos, los gingles de la radio y los video-clips de la televisión para
volverse un hábil lector.
De otra parte, hay todavía millones de
seres humanos que viven alejados de estos mundos de palabras ‘comprables’ y
comestibles. Se puede viajar en muchos países del tercer mundo durante horas,
días y aun semanas sin ver nada distinto del paisaje: desiertos, sabanas,
montañas, ríos, selvas. En esos lugares todavía hay mucha gente que vive en una
época diversa, en la cual el signo escrito no parece inventado, donde no llegan
las señales de radio o televisión, donde aún se menosprecia el uso de la rueda.
Desde luego, la mayoría de esas personas, sean niñas y niños o adultos de todas
las edades, continúan siendo analfabetas totales, no por el hecho de que no
sepan leer, sino porque no tienen cosas que leer, porque no hay signos
lingüísticos escritos sobre los árboles o las rocas de los cuales dependa su
vida, como ocurre en el caso de los habitantes de las ciudades.
Las palabras de la cotidianidad urbana,
con toda su fuerza expresiva, constituyen un mundo propio capaz de
pensamientos, deseos, urgencias y acciones muy diferentes a aquellas propias de
los mundos en que predominan las cosas, los objetos directos de la naturaleza.
En estos mundos, donde habita todavía una gran parte de la humanidad, la vida
depende de otros tipos de lectura que conducen a orientar la vida individual y
colectiva por la dura senda de la supervivencia en condiciones hostiles. En
muchos lugares aislados del sur de África, de la cordillera de los Andes o de
la estepa asiática, lo que se debe aprender de forma precoz es la solidaridad
de grupo y el apego irracional a la tradición sin los cuales es muy difícil
sobrevivir a la adversidad del clima, la irregularidad de las cosechas y las
precariedades de la salud. Es lo que se suele denominar con el nombre genérico
de “la pobreza”.
El asunto del analfabetismo es, entonces,
un asunto de pobreza. Quienes no leen y escriben son los pobres de la tierra,
no por el hecho de no tener habilidad lecto-escritora, sino porque en los
lugares que habitan hay pobreza de símbolos, de información, de oportunidades,
de imágenes de la vida, de deseos, de aspiraciones, de instrumentos, de casi
todo lo que pueden hacer los seres humanos –bueno o malo– para reinventar el
mundo más allá de su estado primigenio.
Riqueza y pobreza humanas son términos
que guardan estrecha relación con la necesidad mayor o menor de escribir y
leer. Son más pobres los que necesitan muy poco de la lectura, porque eso
significa que los mundos en que habitan requieren pocas palabras para ser
ocupados: quizá sea suficiente conocer nombres y marcas de productos, rutas de
buses, nombres de calles, sin ninguna lógica, para deambular pidiendo limosna
en los semáforos de las grandes ciudades. Entonces se abandona la escuela en
tercero o cuarto grado, porque más allá de estas cosas no se requiere saber leer
instrucciones de uso de alimentos precocidos, ni manuales técnicos de aparatos
tecnológicos, ni novelas, ni periódicos: para saberlo todo están la radio
omnipresente y la televisión que siempre es posible conseguir aunque sea en los
grandes tugurios de Latinoamérica o de Asia. Quienes viven en el entorno de la
riqueza, de la producción de alta tecnología, de los circuitos financieros, de
la vida intelectual requieren, en cambio, altos niveles de capacidad lectora,
pues casi nada en su vida viene sin la mediación de la palabra escrita: hasta
para gustar el alimento es necesario leer antes su nombre en el menú del
restaurante. También los obreros de fábricas robotizadas, los funcionarios de
los bancos, las camareras de los hoteles internacionales de lujo deben leer con
fluidez –y normalmente en más de un idioma– para tener idoneidad mínima en sus
cargos. Pero también deben ser capaces de usar sistemas digitales a través de
computadoras u otros instrumentos y maquinarias para extraer información (leer)
o ingresar datos (escribir). El trabajo en el universo de la riqueza (siempre
relativo y siempre por definir) sustituye la fuerza de las manos con el poder
de las palabras, trabaja con símbolos y obliga a los seres humanos a usar más
su inteligencia que su habilidad motriz. Por el contrario, el trabajo en el
mundo de la pobreza siempre estará más asociado con el músculo que con el
cerebro, con el esfuerzo físico que con el ejercicio mental.
También quienes se esfuerzan más por
comprender su naturaleza y la naturaleza de sus relaciones con el mundo y con
los otros requieren más de la lectura que aquellos que viven solamente en el
momento, pendientes de encontrar lo que su impulso les exige en el instante.
Leen muchos libros quienes no se contentan con leer los mensajes publicitarios
que orientan la moda, el alimento y el amor. Leen historias y novelas quienes
tienen necesidad de llenar su tiempo y su memoria de acontecimientos y relatos
más extensos que el recuerdo de su propia vida. Y si lo hacen, tal vez no sea por
el hecho de que sepan leer, sino porque seguramente desde niños estuvieron
rodeados de esos misteriosos objetos en cuyo interior se sospechaba que podrían
existir secretos maravillosos. Por el contrario leen pocos libros quienes viven
solamente para comprar las cosas que el momento les exige, porque quizá siempre
estuvieron rodeados de anuncios sugestivos y revistas llenas de fórmulas
mágicas para la felicidad.
Este extenso juego de ideas sobre la
lectura y el analfabetismo (que por ningún motivo tiene la intención de ser
tomado como una teoría) lo que pretende mostrar es que lo más importante no es
enseñar las habilidades propias de la lectura, como desciframiento de los
signos convencionales de nuestro abecedario fonético, sino tratar de crear las
múltiples necesidades de la lectura en grupos humanos que hasta ahora no la han
necesitado porque en su entorno no hay libros, no hay empleo de alto nivel
productivo y exigencia educativa y no parece haber interés real de nadie en que
salgan de su ignorancia y su enajenación.
Francisco Cajiao
[Fuente: https://repositoriosed.educacionbogota.edu.co/bitstream/handle/001/1080/leeryescribir.pdf?sequence=1&isAllowed=y]