SINOPSIS: Era una tarde de marzo o abril de 1992 (la imprecisión es mía). Yo
estaba en la oficina de mi papá, asistente de la Dirección en Occidente. Un
hombre de poca estatura, bastante calvo, de piel cobriza y ojos escondidos de
un color entre verde y café, entró y nos saludó. Luego de una breve conversación,
mi padre me lo presentó. “Mijo, el escritor Hernán Hoyos”. Me sorprendí. “Ah,
es él”, pensé.
En esa época
sus libros me tenían engolosinado. Uno tras otro, los leía con la fiebre sexual
de un adolescente de catorce años. De la modesta colección de pornografía
oculta entre unos dos mil títulos de la biblioteca de mi padre, yo ya había
hojeado las revistas y leído todos los cuentos y artículos. Y como esa
colección no se actualizaba, llegué a las carátulas de los libros de Hoyos.
Recuerdo la de El tumbalocas, la foto de una mujer semidesnuda con unas tetas
suculentas de pezones colorados. La de Sin calzones llegó la desconocida, la
foto de una rubia hermosa, desnuda junto a una puerta con las bragas en la
mano. La de El precio del crimen,
un collage de mujeres semidesnudas y hombres armados, y la de 008 contra
Sancocho, una caricatura de un viejito que ampliaba con lupa la huella de una
mano sobre la nalga turgente de una mesera en babydoll. Aquellas ediciones eran
del mismo tamaño que las Selecciones del Reader’s Digest. Cuando le pregunté
por las carátulas, me explicó que las había hecho con fotografías que recortaba
de revistas extranjeras. Las ilustraciones se las pedía a Luis E. López,
caricaturista de Occidente. Por Juan
Miguel Álvarez